(El Mostrador)
La democracia recuperada en 1990 vive por estos días, de manera catártica, su crisis de mediana edad, al cumplirse 40 años del Golpe Militar de 1973. Ello, que literalmente se representa hasta en el desentierro físico de historias personales, no es una manifestación de coyuntura sino una crítica ácida de todo el proceso vivido entre el Golpe de Estado y el año 2013. No se debe a una presión social sobre éxitos o fracasos del modelo ni es la presión de una mayoría política en época de elecciones. Es el estallido de la inconformidad psicológica y moral de la gente, tanto con sus actos propios como los del entorno social, ante un hecho devastador y brutal como fue el Golpe de Estado y las circunstancias que lo rodearon.
Por ello, en gran medida, lo que ocurre se manifiesta como una crisis de identidad moral del país, de crítica a las reglas y al comportamiento de sus instituciones y líderes. Cruda y sin vendas ni limitaciones, que mueve no sólo los arcanos de la política tradicional, sino también la imagen, ethos y coherencia de muchos a quienes por diversos motivos, a ambos lados del espectro político, les incomodan los fantasmas de la tragedia.
La negación existe en todas las sociedades, mayormente cuando ellas deben enfrentar actos viles ocurridos de manera masiva y pública, y con amparo del Estado. Entonces aparecen quienes se aferran a sus justificaciones y argumentos, y se niegan a reconocer que nada justifica —absolutamente nada ni en ningún lugar del mundo— delitos de lesa humanidad ni abusos impunes contra gente indefensa.
La negación como acto político también proviene de quienes tratan de adornar el claroscuro de sus posiciones o actuaciones políticas incómodas, con explicaciones ad hoc basadas en la heroicidad personal, la ignorancia de los hechos o la minoría de edad.
En Chile la negación no ha sido solamente un acto de quienes participaron o sostuvieron el Golpe de Estado, o se desentendieron de las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. Existen muchas cosas que, si bien están lejos del horror de las violaciones de derechos humanos, también lesionan la democracia. Cosas erróneas de nuestro proceso político que no se explican sólo por el Golpe, sino por la abdicación de principios democráticos por parte de aquellos que estaban mandatados para recuperarlos al ejercicio ciudadano.
Nada explica ni justifica que durante diez años o más las autoridades civiles —por voluntad propia— estuvieran sentadas en mesas de diálogo con los mandos militares, tratando que estos accedieran a entregar información sobre detenidos desaparecidos durante la dictadura. En una institución como las Fuerzas Armadas, regidas por estrictos protocolos de registro y control, y normas de disciplina, honor y verdad, nadie espera ni cree que no supieran todo acerca de todo lo ocurrido, y que como institución no tengan responsabilidad. Pero, además, se aceptó que ellas le mintieran al poder civil en incontables oportunidades, mientras el Estado ignoraba a los verdaderos héroes de la gesta civil de los derechos humanos en el país, como son las agrupaciones de detenidos desaparecidos, de ejecutados políticos y de torturados, y sus abogados.
Se aceptó —y acepta— que los militares que defendieron la institucionalidad, fueran tratados como parias por las FF.AA., encarcelados y exiliados, y solamente muy entrada la democracia recibieran actos reparatorios de sus derechos que les debían por ley.
No se trata que las FF.AA. pidan perdón, sino que rectifiquen su doctrina de una manera clara, y no sigan sosteniendo opiniones o actitudes institucionales que ofenden su uniforme y a la Patria. Entre ellas, mantener el grado a torturadores y los honores militares a oficiales que delinquieron y faltaron gravemente a la verdad y el honor.
No parece aceptable tampoco que los Presidentes de la República y los ministros de Defensa hayan administrado durante 23 años esta situación como la normalidad democrática del sector Defensa, cursado ascensos y dando recursos, sin prácticamente hacer preguntas, como si se tratara de fuerzas armadas de ocupación a las que se deben prestaciones obligadas, y no de un servicio civil del Estado de Chile.
Son esos estándares los que hoy se juzgan de manera negativa e implican la responsabilidad política de los demócratas también como negación.
Asimismo, resulta doctrinariamente contradictorio que ellos traten de conservar un poder parlamentario sin cambios, nacido de la ilegitimidad o la violación de los derechos de otros y, al mismo tiempo, digan que toman distancia de la Constitución de 1980 que es el origen de ese poder.
La exégesis del sistema electoral binominal que hacen todos los partidos políticos mayores, y la defensa corporativa del acceso al Parlamento con leyes de amarre a los disidentes, indica un espíritu corporativo que no tiene frontera ideológica. Los partidos políticos, una de las entidades más desprestigiadas del sistema político chileno, son hoy propietarios por ley de los cargos parlamentarios.
Todo ello perfila la existencia de dos sectores: por un lado, una junta de beneficiarios del modelo, independientemente si su origen proviene de o es posterior a la dictadura; y por el otro, una junta de acreedores o terceros indiferentes, que hacen la masa o la llanura cuyo estado de ánimo permite el despliegue del poder ilegítimo.
La exigencia frontal para salir de una crisis de identidad moral es la sinceridad en la responsabilidad propia de aquellos que han conducido el proceso, la que no se exime por el pronunciamiento de la palabra perdón. Los modos republicanos e institucionales requieren de gestos y cambios en las propias instituciones, además de cambios generacionales en las representaciones, para airear la democracia.
Esa convicción parece ser parte del momento actual y es lo que pone un acento de incertidumbre sobre todo el proceso electoral que se está viviendo.
Fuente: http://www.elmostrador.cl/opinion/2013/09/06/los-40-anos-del-golpe-y-la-crisis-de-la-moral-publica-chilena/
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